El pasado lunes, acompañé a mi hermana al supermercado. Ella estaba en su semana 38 de embarazo. Mientras estábamos en la cola para pagar, ocurrió algo inesperado: mi hermana rompió aguas. En ese momento, mi respuesta motora fue instintiva y rápida. La llevé a un lugar donde pudiera sentarse y estar tranquila, mientras me apresuraba a buscar el coche en el parking para llevarla al hospital. Simultáneamente, llamé apresuradamente a su marido y a mi madre. 

Mis palabras eran principalmente de apoyo y calma, recordando a mi hermana que todo saldría bien y que estábamos a punto de presenciar un milagro, que debía disfrutar. Sin embargo, mi respuesta fisiológica fue diferente. Mis manos temblaban y experimenté una notable sudoración. Siendo una persona emocional, las lágrimas también se hicieron presentes, y el miedo acechó en un rincón de mi mente, ya que sentía la presión de tener que estar a la altura de las circunstancias.

Desde el punto de vista cognitivo, mi mente ya había creado un plan sobre lo que debía suceder y estaba sucediendo. Mi hermana había roto aguas, y mi tarea era llevarla al hospital, llamar a su marido durante el camino y mantenerla tranquila ante posibles nervios.